11 marzo 2016

C O R A L E A
Elena González Correcher vuelve a nuestras líneas para compartir con nosotros una más de sus personalísimas vivencias corales. En esta ocasión se trata del Taller Coral ‘Música coral de América del Norte’ que tuvo lugar el 7 de febrero como una más de las actividades del Curso de Dirección de Coro de la Universidad Carlos III de Madrid en el que Antonio Abreu Lechado impartió además una masterclass de para más de 40 directores llegados de diferentes puntos del país.



‘Mú­si­ca coral de Amé­ri­ca del Norte’ con An­to­nio Abreu, por Elena Gon­zá­lez

Pu­bli­ca­do por el 12 Fe­bruary 2016 

Otra noche con dificultades para conciliar el sueño. Siempre me pasa cuando termino un taller, concierto, etc. Pasar todo el día fuera de casa, horas de pie, la tensión, etc. todo es físico y cuando el taller termina me encuentro cansada, muy cansada. Pero el otro trabajo, el que haces con la cabeza, la concentración, tratar de estar pendiente de cada detalle, de cada matiz, el esfuerzo de poner la partitura en un segundo término, despegarte de ella, todo eso me crea una sobrecarga de energía que luego sigue trabajando incluso cuando el cuerpo esté ya en calma. Cada melodía vuelve una y otra vez a ti, machaconamente, y más si en las obras hay partes rítmicas, muy rítmicas. 
En condiciones normales cantar me relaja, un ensayo aporta a mi semana la paz que contrasta con mi día a día, y por eso me gusta. Pero me encanta esa energía que se desata cuando ante ti se presenta una ocasión diferente: tener al frente a un director con el que no trabajas habitualmente, formar parte de esa página en blanco que entre todos tenemos que escribir. Así veo un taller coral, como una página en blanco.
Bueno, no del todo. Afortunadamente, tenemos la suerte de llevar leídas ya las obras, algo que hacemos en los ensayos del coro con Nuria Fernández, porque ella se preocupa de que esa tarea a priori más ingrata no deba hacerla el director invitado. Sólo así el trabajo de unas pocas horas puede cundir y se ven resultados
.
El viernes nuestro ensayo habitual fue llevado por nuestro director invitado, Antonio Abreu Lechado y en esas horas que compartimos con él supimos que el taller del domingo, ya todo el día, taller y muestra del mismo, iban a ser especiales. En mi, una bonita sensación de reencuentro, de cercanía. 
No hay nada que me haga sentir más lo que es la magia de la música coral que tener delante una obra, unas notas sobre un papel, y ver cómo, poco a poco, va cobrando vida y carácter gracias a las indicaciones de un director que trata de traducir su visión, su idea, al coro para que éste entienda e interprete esa idea. Que la obra es algo vivo, es un hecho. No vale decir que está escrita y ya está. O sí, está escrita, está terminada, pero “exánime”, en su más estricto sentido literal, es decir, falto de ese soplo que es el alma, que implica la vida. Lo mismo que el libro no está verdaderamente escrito hasta que alguien lo lee, que es para lo que está hecho, así una obra coral cobra vida cuando es cantada. 
Las obras que formaban el trabajo que teníamos previsto realizar el fin de semana eran unos cuantos espirituales negros sencillos, fáciles de aprender y cantar. Al menos en su primera lectura. Y no me decían gran cosa, la confieso, en esa primera lectura. Luego sí, luego me dijeron tanto… Hubo mucha emoción que se transmitía por todas partes.
La mayor de las ternuras de la mano de The Seal Lullaby, de Eric Whitacre, obra que ya habíamos trabajado y cantado en alguna otra ocasión. A eso me refiero. La misma partitura de Whitacre, dirigida por Nuria o por Antonio es una obra diferente. Una respiración en un sitio, un silencio más largo en otro, un leve ritardando o el piano sonando de una manera concreta ( Asís Márquez, eres un gran artista) y el sonido es otro. Simplemente me fascina. Es un descubrir permanente. La misma obra pero vestida con diferentes ropajes. O la misma obra desvestida de un modo diferente, según se mire. 
La joya de la corona, ya lo había dicho antes, fue una obra que tenía muchas ganas de cantar desde hacía tiempo, y que no me defraudó: Sure on this Shining Night. Lauridsen en la profundidad de su visión de la música y de la vida.
- Cierren las partituras –, nos decía Antonio mientras cantábamos- y mírenme. 
Y sí, había que mirarle todo el tiempo, dejándose llevar por eso que él definió como una caricia a cada cuerda, caricia (leve gesto de su mano) con la que apenas indicaba la entrada de cada voz en un momento de especial relación entre todos. En apenas unos compases convivían y se iban alternando los sonidos sibilantes de los “sure” y los “shining” que iban pasando de una voz a otra. En mi percepción personal, me sentí en un paisaje nocturno y brillante, un lugar único en el mundo, paz por todas partes y rodeada de árboles, tal vez el mar delante… Entre las ramas de los árboles, produciendo apenas un roce de las hojas, se iban colando unas pequeñas ráfagas de viento, ligeras, a veces por la derecha, a veces por la izquierda, esa ligera brisa, esa caricia que hace que sientas frío en un punto determinado de la nuca: o lo que es lo mismo, la piel erizada. ¿Emoción? Mucha.
Me gusta llevar los deberes hechos. Me gusta llevar el trabajo aprendido, me gusta anotar en la partitura ideas (“barrer” las eses finales) o frases (“los sonidos agudos no se dan: se cantan”) observaciones o maneras de interpretar (“en una cuerda no hay salvadores”), eso me ayuda a reforzar, a entender y a memorizar, pero luego lo que de verdad me gusta es buscar miradas. Tendemos a pensar que es en las manos del director donde hay que buscarlo todo, pero en realidad es en la mirada donde se instala el vínculo entre director y cantores. Sentirlo así en ese momento es sencillamente lo mejor que se puede hacer, por la música y por uno mismo. Producido el vínculo, se produce la chispa que prende. 
Este domingo, la chispa prendió creo que en todos. A hurtadillas, y puesto que estábamos en una muestra informal, me dediqué a observar de reojo a mis compañeros de coro, a los compañeros del curso, viéndoles o intuyéndoles disfrutar como yo.






En definitiva, creo que no hay nada que aporte más al crecimiento musical de un coralista que asistir a un taller coral, acudir con la humildad de quien quiere aprender y dejarse enseñar. Siempre se aprende, siempre. 
Gracias, Nuria Fernández y Félix Márquez por darnos, un año más la oportunidad de crecer como coro. Todo lo que aprendemos en estas circunstancias debe redundar luego en beneficio de todos. 
Gracias, Antonio, por todas tus enseñanzas y por haber sabido prender la chispa. Gracias. 
 

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